Comentario
Esta cosmovisión, de simplicidad y brutalidad extremas, no carecía de cierta lógica interna, y tuvo consecuencias catastróficas cuando pasó a inspirar la política exterior de una gran potencia.
Hoy los historiadores coinciden en que la política exterior hitleriana, a pesar de todo su oportunismo y de su maniobrabilidad táctica, estuvo determinada por una serie de ideas más o menos fijas a las que Hitler se atuvo con singular tenacidad.
Estas ideas cristalizaron en un programa, en una secuela deseada de acontecimientos, que el Führer entendía realizar en su vida sólo en parte. Posteriormente, el programa sufrió una aceleración y Hitler se lanzó, decidido, a la consecución lo más amplia posible del mismo.
Dicho programa estaba alentado por un número reducido de nociones básicas: conquista de espacio vital, predominio racial y aspiración al establecimiento de una posición dominante para el Tercer Reich, merced a su superioridad biológica.
Como punto de partida, el programa subrayaba, en primer lugar, la necesidad de consolidación interna de la nueva Alemania: rearme material y sicológico, unificación de todos los territorios poblados por alemanes. En paralelo se desarrollaría una política de alianzas con Italia e Inglaterra, que permitiría destruir a Francia como potencia militar y dar al traste con la pequeña Entente, abriendo Checoslovaquia, Rumania, Polonia y los Estados bálticos a la dominación alemana. De tal suerte quedaría expedito el camino para proceder a la conquista de Rusia.
El dominio sobre el continente europeo, aliado a Inglaterra o seguro de su neutralidad, era, en la opinión de Hitler, la tarea de su vida. Se trataba de una misión gigantesca, al término de la cual refulgía la trituración del refugio del bolchevismo y del judaísmo, en el que el pueblo alemán encontraría un espacio considerado esencial.
Hildebrand ha sistematizado en tres etapas el programa de Hitler:
- Creación de un núcleo de poder de proyección mundial centrado en Europa.
- Expansión ultramarina, bien al lado de Inglaterra o en lucha contra ella, llegando a una confrontación, inevitable, con los Estados Unidos, entendida como un combate por la supremacía mundial entre Europa y América.
- Dominación alemana sobre el planeta: el predominio racial del pueblo alemán garantizaría tal situación y la perpetuaría: similar a un dios, el "hombre nuevo" preservaría este predominio mundial de la sangre germánica, oponiéndose a todo cambio. La historia mundial alcanzaría así su final y la dinámica del proceso histórico se congelaría en la estática, biológicamente fijada, de la utopía.
Pero Inglaterra no se comportó con arreglo al programa, por lo que Hitler se vio obligado a modificar éste, en el sentido de comprimir el plan de varias etapas, que se extendía a lo largo de amplios períodos de tiempo en los que él ya no viviría. Merced a los retoques ulteriores, cabe reconocer, al lado de la primera fase (continental), los esbozos de la segunda -ultramarina y atlántica- incluso los atisbos del camino en pos de la tercera -de hegemonía-, en la aceleración propinada a los planes de expansión imperialista a partir de 1941, tras el ataque alemán a la Unión Soviética,
Para abordar este último con éxito -y con independencia del globalismo de las metas finales, que ha dado origen a una intensa discusión entre los historiadores-, Hitler entendía que era necesario evitar una guerra de coalición contra Alemania.
La marcha hacia la realización de la primera fase de sus ambiciosos planes se basaría, pues, en la consecución de una serie de victorias en guerras parciales y localizadas que pudieran alcanzarse en campañas cortas y rápidas. Esta noción se materializó en la noción de la Blitzkrieg o guerra relámpago.
Como ha puesto de relieve Leach, la Blitzkrieg no era para Hitler una mera conceptualización militar, una aplicación táctica de los resultados de la mecanización de las fuerzas armadas para evitar la guerra de trincheras, que había resultado tan costosa en hombres y material en el primer conflicto mundial. Era una idea diseñada precisamente para evitar los lastres económicos, políticos y sicológicos de esta última.
A diferencia de Ludendorff, cuya noción de la guerra total era la coordinación de todos los aspectos de la vida nacional en un esfuerzo militar supremo, titánico, Hitler entendía que Alemania no estaría en condiciones de enfrentarse, en un primer momento, a todas las fuerzas que contra ella se movilizaran en Europa si utilizaba exclusivamente medios militares.
De aquí la importancia que correspondía a la propaganda, a la subversión, a la presión diplomática, al chantaje: todos ellos eran mecanismos destinados a reducir la voluntad de resistencia del adversario, tras lo cual el golpe final lo asestaría una Wehrmacht renovada, a la cabeza de la cual se situarían unidades móviles especialmente cualificadas. La guerra relámpago sería rápida y sangrienta y su resultado dependería críticamente del momento en que se adoptase la decisión de iniciarla. Hitler consideraba que ello dependía de su genio político y estratégico. La Blitzkrieg era el medio para un fin.